El hombre se transformó en música. En notas, melodías y compases. En acordes, ritmos y armonías. Fue flotando, rebotando en las paredes de la estancia donde acababa de morir, hasta que encontró una salida. Se transmitió a sí mismo a través del fino cristal de la ventana que daba al patio del colegio donde había impartido clases tantos años. Allí, vio aumentada su intensidad. Libre de los cuatro muros que le habían atrapado en sus primeros minutos de esa nueva existencia, echó a volar por el mundo.
Cambió. Mutó. Se convirtió en cada una de las piezas que deseaba, permutando los elementos que tenía su nueva naturaleza. Entraba por los oídos de sus antiguos enemigos como un molesto sonsonete. Como una canción del verano que espantase a un canónico compositor de óperas. O el villancico que suena desde principios de noviembre en los centros comerciales para tormento de ateos. Viajaba por sus receptores auditivos y después por todo su cerebro, huyendo de los intentos que hacían por eliminarle. Aprendió a esquivar el resto de temas que sus antagonistas hacían sonar mentalmente para olvidarle. Consiguió que durante días enteros, cada vez que se despistasen, le diesen nueva vida canturreándolo.
A sus seres queridos, a sus amigos y familiares, a cualquiera que hubiese apreciado en vida, les dispensó un trato bien diferente. Buscando la frecuencia óptima para la inflitración, se colaba como un murmuro en sus listas de reproducción o en sus colecciones de discos. Tras un riguroso examen del repertorio musical de la persona en cuestión, seleccionaba un pequeño número de temas. Nunca más de una decena. Entre ellos, mezclaba y jugaba con las posibilidades que le ofrecían, y creaba nuevas composiciones que les sirvieran en momentos clave. Aprovechaba cualquier altavoz para amplificarse llegando a sus oídos. Si pasaban por una mala situación, se convertía en esa canción que, con un crescendo que te remueve por dentro, te hace olvidar tus problemas. Si los locos ritmos laborales del neoliberalismo, o el abuso de café, o la acumulación de complicaciones, les hacían bordear el infarto, devenía un reggae, una nana, una balada… lo que se adaptase mejor a la personalidad del oyente que, poco a poco, acomodaba sus pulsaciones a la cadencia necesaria para su supervivencia.
Llegó a una especie de trato nunca escrito con sus colegas de profesión; en su mayoría músicos frustrados que habían asumido la docencia como un mal menor. Les inspiraría sin que se diesen cuenta, sin que pudiesen acusarles de plagio consciente, a cambio de que le hiciesen sonar y resonar. Varios de ellos, en varios momentos, en varios lugares, llegaron a la misma conclusión musical. La misma partitura. Escrita en diferentes medios, sonando en diferentes escalas, con diferentes instrumentos. Percutían, soplaban y rasgaban por los cuatro puntos cardinales de su país. Entraron en resonancia entre ellos y con él. Con la música que una vez había sido hombre.
Un cigoto, un proyecto de humano, un ser en ciernes, reaccionó al secreto estímulo que se extendía sotto voce por amplías áreas alrededor de cada músico. Sus cromosomas cambiaban con cada compás. Una adenina se permutaba con una citosina y el gen cambiaba su función. Una guanina le trocaba el puesto a una timina y la configuración de la futura persona se alteraba radicamente. Las notas de la música que otrora habían sido un docente desaparecían entre las secuencias de ADN. Quedaba mudo cada sonido que había formado parte de él durante aquel tiempo mientras el nuevo ente asimilaba los cambios sufridos. La canción se integró entre sus moléculas. La sonoridad, en lo más íntimo de su ser. La sensibilidad, el talento innato, la percepción de la belleza y la capacidad para crearla nunca le abandonarían.
Cuarenta semanas después, la música se hizo mujer.
Iste
relato ye lo segundo d'una serie de tres. La sola relación entre ells ye
lo prencipio. Los dos primers son en castellano y lo tercer en
aragonés. Si quiers leyer lo primer, puetz fer-lo clicando aqui.
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