Aquel queso era muy especial. Era el queso que habíamos guardado para
celebrar juntas nuestra victoria. Un queso de una calidad muy superior a
la de cualquier otro que hubiésemos probado alguna vez. Habíamos tenido
que hacer varios kilómetros a pie, por las montañas del sur de Francia,
para encontrar la pequeña quesería que lo fabricaba. Un matrimonio de
ancianos granjeros regentaba una explotación ganadera en la que
fabricaban aquella maravilla gastronómica. Habíamos aguantado varios
días sin comenzarlo, guardando esa pequeña cuña en una quesera
transparente, en mitad de la mesa de la cocina de aquella casa rural. La
misma mesa que rodeábamos ahora las cuatro sospechosas de haberlo hecho
desaparecer.
No tenía coartada. Ninguna la teníamos, de hecho. Las cuatro nos
habíamos ido a la vez a dormir. Cada una a su habitación. Sin saber nada
de las otras hasta aquella mañana en la que contemplábamos los
delatores restos del queso en forma de cortezas roídas por los dientes
de alguna de nosotras. Allí estábamos. Calladas. Buscando culpable.
¿Quién podría haber cometido semejante vileza? ¿Quién había acabado tan
egoístamente con la ilusión y el placer de degustar juntas aquel
exquisito bocado que tan bien hubiese maridado con nuestra victoria?
Mi primera sospechosa fue Irene. Había hecho todo el camino
quejándose. Explicándonos cuánto le dolía cada centímetro cuadrado del
cuerpo. No en vano era la más urbanita de todas. Incapaz de usar sus
piernas. Acostumbrada al transporte público y el asfaltado que tan
ajenos eran a aquellos montes. Seguro que creía que se lo merecía más
que las demás, al haber realizado un esfuerzo tan titánico, en su
opinión. Escudriñé en sus ojos buscando la culpabilidad. Su mirada me
devolvió mi implícita acusación. La parte izquierda de su labio superior
se movió ligeramente. Tal vez queriendo que asomase su colmillo,
emulando a alguna fiera salvaje a punto de saltar sobre mí.
Desvié mis ojos hacia Raquel. Era la más competitiva. Aunque fuésemos
el mejor equipo de economistas de todo el sur de Europa, ella siempre
quería destacar por encima del resto. Tenía que llevarse un plus que no
tuviésemos las demás en todas las transacciones cerradas. Su nombre
tenía que figurar el primero siempre, alegando razones alfabéticas. Era
la única que tenía negocios propios al margen de nuestra empresa. Y
seguro que creía que tenía algún tipo de derecho divino a llevarse aquel
queso que nos pertenecía a todas. En sus pupilas clavadas en las mías
creí ver la imagen de la ira.
Antes de que aquellos dos puntos negros tuviesen la oportunidad de
penetrar en mis pensamientos, me volví hacia Begoña, la tercera de mis
socias. La que había tenido la idea de todo. De la empresa, del negocio
que acabábamos de cerrar y, por supuesto, de la quesera celebración.
Siempre había intentado inútilmente trabajar en solitario. Sabía que nos
necesitaba, pero detestaba esa dependencia. Esa vez quería acaparar la
victoria. Disfrutarla como si fuese exclusivamente suya. Bajo sus cejas,
dos pedazos de altanería hechos globos oculares me contemplaban
amenazantes.
La maldita alergia me hizo pestañear un segundo, revelando tal vez
alguna de mis múltiples inseguridades. Me rocé con el índice la nariz,
sorbiendo el aire con todo el disimulo que pude, y todos mis receptores
olfativos entraron en alerta. No podía ser. No me lo podía creer, pero
era innegable: de mis manos emanaba aquel aroma a monte de la cara norte
pirenaica. Los efluvios de esa pequeña granja que con tanto esmero
cuidaba su producción.
Hacía más de una década de mi último episodio de sonambulismo. En
aquella ocasión, la televisión de mi casa familiar había aparecido
desmontada, pieza a pieza, distribuida por todos los rincones del salón.
Anteriormente, había realizado toda clase de destrozos, mayores de lo
que me gustaba reconocer. Creía que todo eso era el pasado. Algo que,
como tantas otras cosas, había perdido en la mudanza.
No me podía creer culpable. No quería serlo. Porque no lo era. Porque
bastantes problemas había tenido de niña, de adolescente, en la
universidad… Años de psicólogos para quitarme todos aquellos temores
habían hecho de mí la campeona de las finanzas que había llevado la
empresa a lo más alto. Aquel queso era solo una ínfima parte de la
recompensa que merecía. Mi mirada retó a las de mis socias, una por una,
emplazándolas a demostrar mi culpabilidad. Dediqué unos segundos a
pensar. Ajusté mis principios morales, y entendí que mi único
remordimiento era el de no recordar el sabor de aquel delicioso queso
pirenaico.
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